¿Cómo cambiará la sociedad tras esta crisis? Es la pregunta que ocupa a todos los científicos sociales. Como toda pregunta, apunta algunos escenarios para las soluciones. Uno de ellos es que habrá un después. Es lo que nos dicen las autoridades: sanitarias, políticas, económicas, científicas. Si nos lo dicen, conviene aceptar el mensaje. Entre otras cosas porque es la única puerta para entrar en la respuesta a la pregunta. Es en ella donde cabe cuestionarse qué habrá de recuperación de la normalidad anterior y qué habrá de nueva normalidad en nuestros comportamientos, en nuestras relaciones. Ni que decir tiene que, en la medida que la segunda y nueva normalidad se imponga a la primera: a) menos equipados estamos para la predicción; b) admitiremos que el virus convive con nosotros, que se ha quedado, más allá de su permanencia biológica; pues, aún habiéndose podido eliminar ésta, quedarían sus efectos imaginarios y simbólicos. Eso sí, con una paradoja digna de mención: la relevancia de tales efectos imaginarios y simbólicos los convertirían en efectos reales, sobre lo real.
Tal vez cambie tanto nuestra sociedad que hasta modifique nuestra relación con el pasado. De hecho, se insiste en dos cosas. La primera que nunca había pasado una cosa así. La otra, que no será la última, que es consecuencia de la forma de vivir que nos hemos dado, como si tal condición de vida fuera irreversible. Quizá se modifique nuestra relación con el pasado y éste apenas sirva siquiera para aprender lecciones de valores y comportamientos. Pero, de momento, volvamos un instante al pasado.
¿Qué han aprendido las ciencias sociales de los arañazos dejados por pasados episodios pandémicos? Puede decirse que, salvo en el caso de algunas contribuciones muy especializadas destinadas a ser gestionadas por expertos en epidemias, bastante poco. Es más, entre los trabajos analizados sobre los fenómenos recientes tiende a dominar la perspectiva de lo ocurrido dentro del episodio epidémico, más que la reflexión sobre sus posteriores consecuencias en el conjunto de la sociedad. Seguramente algo fruto del encierro en disciplinas que caracteriza al mundo académico y científico. No obstante y con las escasas bases de las que disponemos, parece que tales consecuencias se han expresado precisamente en la forma de reaccionar a las primeras manifestaciones graves de la expansión del coronavirus: relevantes en algunos países asiáticos, irrelevantes en el resto. Una relevancia que cabría considerarla directamente proporcional a la dureza de las experiencias de los anteriores ataques de patógenos, si no fuera por la gran excepción que supone la experiencia africana con el virus del Ébola. En esos países asiáticos que han reaccionado diferencialmente, se trataría de unas consecuencias grabadas en la memoria, como una especie de anticuerpo que hubiera quedado en el cuerpo social y político.
Vayamos un poco más atrás. Cuando desde la sociología, la economía o la ciencia política se trazan las efervescentes trayectorias de nuestras sociedades entre finales del siglo XIX y mediados del siglo XX, apenas queda rastro de la denominada gripe española de 1918, tan revisitada estos días y que, no hay que olvidarlo, se calcula que pudo llegar a causar cien millones de muertes y que la infección alcanzó a casi la mitad de la población mundial. Su huella está registrada incluso en las pirámides poblacionales. Eso sí y esto es lo que tal vez ha llevado a eludirla desde los estudios de trayectoria social, mezclada con las directas víctimas de la Primera Guerra Mundial. La normalidad posterior a la pandemia era una realidad postbélica.
Y es que lo normal no es fácil de captar. Lo normal se fragua en silencio, en el día a día. Como dice el ensayista norteamericano Sunstein (How Change Happens), lo que está regido por normas sociales, haciéndose frecuente en comportamientos y opiniones, es, al mismo tiempo, poderoso, en el sentido de que modifica nuestro actuar, y frágil, en el sentido de que puede colapsar en un período corto de tiempo. Nuestra normalidad anterior al coronavirus ha colapsado. Por mucho que nos intentemos aferrar a lo que hacíamos, hemos cambiado y ya no hacemos lo de antes. La normalidad del día después tendrá como mejor noticia que se trata del día después. La otra buena noticia es que esa normalidad del día después está en nuestras manos. Al menos, simularemos que volvemos a “lo normal”. Sobre el resto de cuestiones, sabemos cómo han empezado nuestros cambios, pero no por dónde van a seguir. De lo poco que se puede predecir es que la observación nos lo dirá mejor que la propia predicción.