Cuantas más (buenas) opciones de que España tenga un representante con opciones de hacer algo más que el ridículo en Eurovisión, peor acaba siendo la elección final. Es el autosabotaje sin fin. La cara de paleto que se te queda cuando tratas de comprar un billete en cualquier transporte suburbano de una ciudad lejana. El complejo de inferioridad que nunca se acaba. El síndrome perenne de hacer siempre el tolai.
No es el fin de mundo ni quizá tampoco un asunto de estado, por mucho que haya grupos parlamentarios que ya estén presentando iniciativas como desagravio. El entuerto es grande, pero ya tenemos a Rafa Nadal, a cientos de deportistas y a decenas de creadores y artistas de cualquier signo y condición para representarnos con mucha entereza fuera de nuestras fronteras. Hay mejores embajadores, desde luego. Se dirá que esto es solo música. Ni siquiera eso: solo un concurso. Y que la música no entiende de competiciones. O no debería. Así que ¿para qué perder más tiempo añadiendo fuego a la pira de las redes sociales? Bastante cabestro hay ya suelto por twitter, red cuyo perfil la vocalista ganadora ha tenido que clausurar. Triste.
“La de España sigue siendo la delegación de la Ley de Murphy cuando se aproxima Eurovisión”.
Y la verdad es que algo de cierto hay en todo ello. Sin duda. Pero eso no empaña lo llamativo que resulta que un país con tanto potencial en lo musical siga haciendo el canelo con tanto ahínco. Cuando no es el voto del público, es el voto del jurado. Cuando no es el voto del jurado, es el voto del público. Pero España sigue siendo la delegación de la Ley de Murphy cuando se aproxima el festival europeo de la canción. Un tutorial sobre cómo hacer el panoli desde 1991, cuando algunos apenas estrenábamos barba y derecho a voto mientras Sergio Dalma nos decía que bailar pegados no es bailar. Lo que ha llovido desde entonces.
Lo peor del salvoconducto de Chanel Terrero para estar en Turín el próximo mes de mayo no es ya lo elemental de su letra, que también. El boom boom, el Bugatti y los daddies que babean. Los “valores” que transmite. El concepto de la mujer que proyecta en comparación con las otras dos canciones favoritas, que no deja de tener su miga. No. A ver si ahora va a resultar que a Georgie Dann lo hemos bailado para luego solicitar su ingreso en la RAE. A ver si nos vamos a olvidar de aquella gloriosa chaladura que fue el “Chiki Chiki” de Rodolfo Chikilicuatre. A ver si a C. Tangana le pedimos ahora que nos muestre su título de licenciado en filosofía.
Hay quien se queja de que hacer sangre de su letra es un poco clasista e incluso racista: Chanel es de origen cubano y la canción se debe a las sonoridades caribeñas que llevan arrasando al menos una década en medio mundo. Ni más ni menos sexistas que el viejo rock and roll que enarbolaban Chuck Berry o los Rolling Stones hace sesenta años. No, ese no es el problema de fondo. Ni siquiera la dudosa composición de un jurado sospechoso de intereses ocultos, que también. Y cuya composición trae mucha cola.
El despliegue de Rigoberta Bandini y su troupe en Benidorm.
El gran problema de “Slo Mo” es que es una canción que, más allá del impresionante despliegue aeróbico de su intérprete, no aporta absolutamente nada a la cultura musical de 2022, y aún menos proyecta la menor traza autóctona si lo de que se trata es de aportar algo medianamente propio en un concurso entre diferentes países. La canción de Chanel es como la selección española de fútbol antes de que la cogieran por banda Luis Aragonés y luego Vicente del Bosque: que no se sabe a qué juega, si al tiki taka o al patadón. O mejor dicho aún: que no juega absolutamente a nada. Que no compite. Que copia lo que hacen ya otros, y como cualquier facsímil del original, en peor. Porque entre el original y el sucedáneo, la gente siempre prefiere el original. En cualquier ámbito.
Igual llega el mes de mayo, Chanel hace algo dignísimo y sitúa su canción entre las diez primeras. O incluso gana. Y nos comemos nuestras palabras. Parece inverosímil. Pero quién sabe. Quizá ni Rigoberta Bandini, ni Tanxugueiras ni Varry Brava se hubieran comido una rosca. Nunca lo sabremos. Pero cualquiera de sus canciones tenía ese algo: esa pizca de personalidad, ese pellizco de gracia e incluso de mensaje, ese punto de sana travesura (lo de la irreverencia mejor lo dejamos para otro día), que al menos hacía que no parecieran otro de esos muchos productos prefabricados salidos de un concurso cualquiera. Nunca hubo más opciones alternativas de provecho.
“El mundo está repleto de concursantes que ganaron un talent show para luego no comerse una rosca y de segundones que se convirtieron en estrellas”.
En 2008 fue una fabulosa canción, “La revolución sexual”, de La Casa Azul, la que se quedó sin viajar. Acabó ganando la coña marinera. Se impuso la broma. Puestos a hacer el ridículo, mejor pegárnosla con todo el equipo: eso pensó la gente que votó al personaje inventado por el actor cómico David Fernández. Tenía su lógica. Pero a día de hoy, “La revolución sexual” acumula 45 millones de reproducciones en Spotify y 11 millones en Youtube. “Baila el Chiki Chiki”, dos millones en Spotify y cuatro y medio en Youtube. Un abismo media entre ellas. Huelga incidir en la brillante carrera de Guille Milkyway como músico y productor. Y en que David Fernández sigue dedicándose a lo que mejor se la da, que no es precisamente la canción.
El mundo, además, está repleto de concursantes que ganaron un talent show para luego no volver a comerse una rosca, mientras quienes acabaron segundos o terceros se convirtieron en estrellas por derecho propio. Los tenemos muy cerquita. Incluso algunas que fueron rechazadas en sus castings acabaron siendo estrellas internacionales. Eurovisión no es más que un concurso. Y venido a menos, aunque en los últimos tiempos esté inteligentemente recuperando parte del crédito perdido tras años de ser una feria (o una parada de los monstruos). Está logrando conectar con generaciones jóvenes, aunque lo del veto al auto-tune se lo debería hacer mirar. Y el Benidorm Fest ha sido aquí un éxito de audiencia. No se hablaba de otra cosa en las últimas 24 horas.
Pero vaya un papelón el del sábado. Mejor que no nos dé por extrapolarlo. Que nos creamos que solo es un concurso. Porque si lo entendemos como un reflejo de algo, y una de las dos Españas ha de helarnos el corazón, esta es sin duda la más rancia, la más inmovilista y la más desesperante. Y quién sabe si también la más enchufista, aunque el beneficio de la duda dicte prudencia, de momento. La que no se quita la caspa ni con tres lociones hiperconcentradas. Que corra el aire, por Dios.
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