Nos bombardean con encuestas y llamadas de ventas. Sabiéndonos inamovibles, nos reproducen constantemente disponibles. Cuando nos creíamos seguros en nuestro aislamiento, los que están seguros de su presa son los que nos atacan con sus mercantiles solicitudes. Ayer ya hacía mención al torrencial de encuestas online que nos llega. Me detengo ahora en una pregunta de una de ellas. Se cuestiona ¿en qué tipo de vivienda permanece estos días? Las categorías de respuesta son: piso pequeño, piso mediano, piso grande, casa independiente.
Se habrán dado cuenta que, en la pregunta, se deja a la persona entrevistada la decisión de configurar el tamaño de su vivienda. Él escoge en qué categoría la ubica, en relación o con independencia de los metros cuadrados del domicilio. Dependerá de la consideración de cada cual. Los inconmofistas e inadaptados sociales se ubicarán en la respuesta de piso pequeño. Los adaptativos, en la de piso mediano. Tal vez este virus no se muestra tan socialmente desigual, como cuando se tiene en cuenta el tamaño del lugar de confinamiento, de la casa.
Estamos presos. Todos o casi todos. Presos de un virus. Presos del Estado. Presos de las corporaciones que nos atosigan con sus promociones. Presos de investigadores oportunistas en busca de opiniones más fluctuantes que el viento. Pero, sobre todo, presos de nosotros mismos en un espacio que, siendo nuestro, se ha convertido en una institución total, en la que pasamos todo el tiempo, que nos regula todo el tiempo. Pero no todas las prisiones son iguales. Hay algunos que tienen prisión doméstica más modelo Urdangarín. Otros, más modelo parecido a las cárceles de la ruta del opio.
Antes, las instituciones totales eran esos espacios de confinamiento (cárceles, cuarteles, hospitales) donde, siendo distintos a nuestra casa, se pasaba el día, las semanas y los meses sin salir. Ahora es al contrario, la institución total es la propia casa. Imponerse a las exigencias de esa institución total en que se ha convertido nuestra casa es difícil. Decimos que es nuestra casa; pero realmente somos nosotros los que pertenecemos a ella.
Sus imposiciones hacen que sea complicado cumplir con casi nada, que no sea la propia casa. Incluso con la exigencia del teletrabajo. Se nos viene la casa encima por el propio hecho de no poder salir. Quienes de forma habitual ya hacían teletrabajo y que, por tanto, salían poco de casa, estos días lo están pasando igual de mal, o peor, que el resto. No es lo mismo cuando no puedes salir. Tampoco es lo mismo, dependiendo del tamaño de la casa.
El teletrabajo implica una autodisciplina demoledora. El capitalismo ha conseguido el círculo perfecto: volver a la casa propia –y, además, con hipoteca- para trabajar, compitiendo con los demás, para no perder el puesto, para seguir en la carrera profesional. Es la nueva subjetividad del capitalismo, donde prácticamente todo el capital, además del trabajo, lo pone el trabajador. La empresa se ha convertido en el nodo –Gran Nodo, en plan Gran Hermano orwelliano- que pone al trabajador en contacto comapetitivo con otros trabajadores –si no lo haces bien, le doy el trabajo o la promoción a otro- evitando el contacto con los clientes. En esta posición de nodo, el casi exclusivo trabajo de la empresa es faciitar clientes a los trabajadores y trabajadores a los clientes. ¿Y si se pusieran en contacto directo unos y otros, sin este cuello de botella en que se ha convertido la empresa? No estaríamos en la gig-economía, sino en otra cosa.
Autodisciplina demoledora. Lavar, desinfectar, todo lo que venga de fuera: empaquetados, bolsas, frutas, verduras, botellas, latas, carritos, ropas y personas. A partir de ahora, se hará de oro quien invente una puerta de casa con un marco capaz de detectar patógenos. Intuyo que el negocio, de poder concretarse tal producto, será redondo, pues conlleva la venta de la puerta y de un servicio de mantenimiento periódico para adaptarse a la mutación de estos fugaces microbios. Incluso puede ser una puerta que, controlando su nivel de sensibilidad, permita deshacernos de las visitas incómodas. Puertas conectadas a una central de alarmas que hagan que llegue rápidamente un equipo de la brigada sociosanitaria para encargarse de los objetos infectados o los visitantes, si la carga viral sobrepasa ciertos registros. Los ricos, que siempre tienen antes de todo, los hoteles, los restaurantes, los bares, son los primeros que tengan estas puertas que garantizan la exclusión.
Mientras llegan la vacuna y las puertas detectoras, autodisciplina. Lavarse las manos continuamente, no frotarse los ojos, no tocarse la nariz o la boca. Las manos se han convertida en nuestros enemigos internos, dentro de la casa, y, lo que es peor, manifiesto indicador del grado de autodisciplina incorporado. Hasta hemos de controlar nuestras toses y estornudos dentro de casa. No tanto porque potencialmente el virus, en caso de que se tenga, quede en estado de flotación doméstica, sino para que no nos escuchen los vigilantes vecinos.
La casa era el lugar de liberación más extendido. Pero, tras un mes de confinamiento ¿qué rincón de la casa permite la liberación? Seguro las posibilidades de encontrar tal rincón que dependen del tamaño de la casa. Hay algunas casas donde no caben ni los fantasmas. Por eso, los fantasmas ya no están encerrados. Deambulan por calles y avenidas desiertas.