Nos habíamos acostumbrado a la multiplicación de fuentes mediáticas de información (televisión, radio, redes sociales, internet…) y su constante sucesión, de manera que apenas nos separábamos un minuto de la información a lo largo del día. Tal era el contacto con la información que constituía una especie de segunda piel, como un halo que llevábamos ahí donde fuéramos o estuviéramos; pero era como si nos llegase suavemente, en forma de goteo. De la radio doméstica, a la radio del coche. De la radio del coche, a internet. De internet, a la televisión en casa, y, atravesando todas ellas, las redes sociales en el bolsillo, la mano o la muñeca. La sensación era esa, de contacto continuo; de alimento digerido poco a poco, de mantener un humidificador de información. Si el sociólogo alemán Niklas Luhmann ya sentenció que: todo lo que sabemos en las sociedades complejas, lo sabemos por los medios de comunicación masiva; puede decirse que, ahora que los medios y sus expertos se han convertido en fábricas de producir ignorancia –agnatología, llama Proctor al estudio de la producción de ignorancia- los medios de comunicación no sólo nos proveen de lo que sabemos. También de lo que no debemos saber. En especial cuando los medios de comunicación se encuentran en situación de emergencia económica y dependen de favores gubernamentales y corporativos.
Tal vez ya estábamos instalados en una alta dieta de información, consumiéndola a todas horas. Algo que seguramente no era bueno para la tensión, o, al revés, era la tensión que necesitábamos para encarar el día y mantener el ritmo. No soy médico; pero consumo de información y café van de la mano. Además, no toda la información es igual, existiendo mucha información en el mercado subidita de grasas y colesterol del malo. Son las fat news, que, aunque no hay que confundir con las fake news o noticias falsas, no están tan distantes de éstas y frecuentemente coinciden.
Con la cantidad de tiempo libre sedentario que nos da el confinamiento y la ansiedad del coronavirus, el consumo de información se ha disparado. Estamos alcanzando la gula informativa, el comer por comer noticias, la glotonería del mensaje en cuanto se pone a nuestro alcance, consumiéndose productos de la peor calidad. Industriales masas de grasas industriales, como las tertulias sobre el tema entre supuestos expertos, manifiestos charlatanes. Si ya este tipo de programas de debates tienden a estar repletos de grasas saturadas, consumirlos con unos tertulianos de la cuarta división del campeonato de bolos belga -como ocurre en la actualidad, ante la ausencia de los habituales tertulianos- es indicio de dependencia mediática grave, capaz de tragarse cualquier exposición que, aunque adulterada, se ofrezca con la posibilidad de dar alguna información. Claro que, como ocurre con casi todo en esta vida, aquí también hay clases. El New York Times –NYT, a lo cool- ofrece información permanentemente actualizada sobre el coronavirus; pero bajo suscripción. Y quienes quieren estar al minuto de las cifras de contagiados y fallecidos en el mundo por el virus, basta con acudir a la web de la John Hopkins University, abreviado también en JHU para los cool. A los pobres, las tertulias televisivas del sábado por la noche.
Sí, internet en España funciona relativamente bien. Aceptemos las palabras de ese discurso vacío del 21 de marzo del Presidente; aunque suframos cortes y, sobre todo, drásticas reducciones de la capacidad de transmisión de datos de nuestras conexiones, muy lejos de lo contratado. Pero algo hay que sacar de ese discurso, que tantas expectativas nos generó. Internet funciona bien para recibir cumplida cuenta de que los familiares, amigos y compañeros siguen ahí, ahora que no podemos abrazarlos. Se ha instalado el ritual de pasar revista a los nuestros a través de las redes sociales o internet. Incluso recuperamos ecos de quienes parecían ya distantes. Pero estos medios de comunicación también son el agujero por el que se nos cuela la información de quienes nos empiezan a faltar. Unas cuentas que ya nada tienen que ver con las que aparecen en los medios de comunicación. Las cuentas que nos llegan a través de las redes sociales son nuestras cuentas, que tienden a ser cuentas pendientes.
Como nos zambullimos en todo tipo de información como si no hubiera un mañana, desde las instituciones nos avisan constatemente de que tengamos cuidado, de no descargar contenidos, ni documentos, sobre Covid-19, ya que podrían estar instalando malware en nuestros ordenadores. Tampoco es buen asunto éste. Hay una explosión de esfuerzos por denunciar fake news. Desde el Ministerio del Interior, hasta distintas bienintencionadas cadenas de voluntarios, que nos dan cuenta de su artesanía para desvelar pruebas de la falsedad del mensaje. En estos tiempos de héroes anónimos, todos tienen derecho a su cachito de heroicidad, aunque sea con avisos y lecciones sobre la mala información. Pero, más que nunca, se echan de menos sistemas capaces de rastrear los procesos de un mensaje, hasta llegar a su origen y, por lo tanto, a la posibilidad de su certificación. A su vez, todo esta prevención sobre la información es también información que se añade a la dieta. Tal vez sea el postre generoso que, aún viniendo con la etiqueta de dietético, sirve de colofón a una pantagruélica comida.
Tanto tiempo sin ejercicio físico suficiente y la referida ansiedad, que nos inclina al picoteo apasionado, pueden disparar las cifras de obesidad. Como dice un amigo, en algunos casos lo difícil va a ser cómo salir por unas puertas que estaban diseñadas para nuestro tamaño preconfinamiento. Más allá de la broma, hay que apuntar que, entre los pocos nuevos anunciantes que han surgido con la crisis del coronavirus, se encuentran los que ofrecen apps y programas para hacer ejercicio en casa. Aunque tal vez el primer ejercicio sea no ver la información que soporta esos anuncios, porque eso incide en nuestra obesidad informativa.
Sería interesante derivar algún aprendizaje de este proceso de saturación informativa. Al igual que existe el Body Mass Index (BMI), que, poniendo en relación el peso y la altura, sirve para seguir el rastro de la obesidad en nuestras sociedad, los expertos en comunicación tendrían que crear una especie de Mediated Information Mass Index (MIMI, lo que no es un nombre difícil de recordar), que sirva para llamar la atención sobre nuestros excesos de consumo informativo. Creo que, igual que la obesidad metabólica reduce nuestro bienestar emocional y social, el exceso de información nos puede hacer sufrir terriblemente. Al igual que ocurre con la obesidad, no se trata de dejar absolutamente de comer, sino de administrarnos mejor el consumo informativo.
El Covid-19 está acelerando el camino hacia la obesidad informativa y, como en otros campos, se trata de un cambio destinado a quedarse. ¿Pasará con la obesidad informativa lo mismo que con la obesidad metabólica y, por ejemplo, el 33% de los empresarios norteamericanos no contratará a quien la sufra? Más allá de que tal cifra muestra discriminaciones de clase, ya que desde hace medio siglo la obesidad está más extendida entre los pobres, la obesidad informativa como obstáculo para el empleo podría venir racionalizada desde argumentos como: falta de concentración, constante tendencia a la dispersión, incompetencia para acabar las cosas, continua fuente de distracción para el resto de miembros de los equipos de trabajo, etc. Como dice el maestro: ¡atentos! En todo caso, nos enteraremos de esto a través de la información que recibamos. ¡Paradojas! De hecho, había redactado una lista de diez consejos para el consumo de información sobre el coronavirus; pero sólo expondré el último: tira estos consejos con sumo cuidado, para no afectar aún más a tu bienestar.