El COVID-19 no es la causa, pero ha servido de excusa. La burbuja de la deuda ya se encontraba en niveles insostenibles antes de que estallara la pandemia. Un virus, convenientemente patentado, que huele a chamusquina, a lúgubres maniobras orquestadas desde arriba. Para resetear el sistema, parecía necesario que se desplomara el castillo de naipes en que se había transformado nuestra economía. Ni siquiera la impresión ilimitada de dinero que ha decretado la Reserva Federal podrá evitar la caída. Todos los indicadores apuntan que se avecina una tremenda recesión, mucho más potente que el crack del año 1929. No lo digo yo, lo dice la FED, que preconiza una crisis «dos veces mayor que la Gran Depresión».
Asistimos al fin de un ciclo, pero también a un nuevo principio: se perderán muchos miles de empleos, se destruirá riqueza, y habremos de inventar nuevos modelos mientras el producto interior bruto de los países se arrastrará por los suelos. Asistimos a una crisis sistémica de ámbito planetario. El modelo económico se desintegra, muchas empresas caerán en la quiebra, pero no todos pierden en esta pandemia. Algunos hacen negocio con tanta histeria. La buena noticia es que se detiene el planeta. Nos adentramos en territorio desconocido, nadie sabe a ciencia cierta hacia dónde nos dirigimos... ¿Llegará el Gran Hermano, la era de la vigilancia masiva y el totalitarismo? ¿O crearemos un mundo más libre, más humano, responsable, sostenible y solidario? Si sabemos cuál opción preferimos, no podemos quedarnos de brazos cruzados: el mejor modo de predecir el futuro es crearlo.
Hay que estar preparados, y mantener los ojos bien abiertos. Cualquier día, nos despertaremos con los bancos cerrados, sin liquidez en los cajeros, y se producirán disturbios, y despidos, y desahucios, y suicidios... Los últimos coletazos de un sistema moribundo. Y nos tocará empuñar las riendas, arrimar el hombro, construir viviendas, diseñar nuevos modelos de negocio, y herramientas, que favorezcan un mundo inclusivo donde, esta vez, quepamos todos. Es hora de erradicar el hambre, de prohibir la guerra, de asegurar de verdad a todo ser humano el acceso a una vivienda. Sin excusas. Sin intenciones ocultas, sin perder el tiempo. Que todos los individuos dispongan de un techo donde, al menos, puedan caerse muertos. Y, teniendo comida y techo, ya puede arder Babylon, que nos apañaremos.
En definitiva, COVID-19 constituye un show, que algunos se toman demasiado a pecho. El virus se ha convertido en el mejor pretexto para controlar al pueblo. Por fin, llega el reseteo, respira el planeta, tiemblan los gobiernos, y estalla sin remedio la tóxica burbuja de los derivados financieros. Ahora, tenemos la oportunidad de empezar de nuevo, reiniciar el sistema, perdonar nuestras deudas e implantar un libro de contabilidad global, con transparencia e inmutabilidad, que por primera vez en la historia nos permita obligar a los gobiernos a utilizar dinero honesto. Esa palabra, «honesto», aparece diecisiete veces en el whitepaper de Bitcoin, un documento técnico donde su creador, Satoshi Nakamoto, resumía las especificaciones de este nuevo «sistema de dinero electrónico entre pares», sin necesidad de intermediarios para evitar el doble gasto. Aquel protocolo, a día de hoy, ya sólo lo mantiene Bitcoin SV (BSV), la moneda digital que escala de manera ilimitada para propiciar, a escala planetaria, la adopción empresarial. ¿La aprovecharemos?