No hay día de confinamiento que pase sin que aparezca un infome, un artículo o una conferencia, en la que se describía con más o menos detalle lo que nos está pasando. Además, se suceden en una especie de carrera hacia atrás, como la de los cangrejos, por la que el siguiente informe que nos avisaba de todo esto tiene fecha precedente al último del que hemos sabido. La cuestión es que, en la mayor parte de los casos, estos avisos de lo que nos podía ocurrir, especialmente si no se tomaban medidas, encontraron oídos sordos.
¿Por qué no hacemos caso a los expertos? ¿Por qué se crean instituciones cuyo esfuerzo principal va dirigido a publicar informes y avisos sobre el futuro, gestionando su incertidumbre, si después no se las hace caso? ¿Por qué las instituciones-de-decisión, como la política, no recogen tales avisos de las instituciones-de-avisos-de-expertos? ¿Para qué tanto esfuerzo colectivo, cuando se hace un esfuerzo en sentido contrario de sordera ante los avisos?
Estas preguntas nos las hacíamos con respecto al cambio climático, pero su pertinencia se actualiza con la crisis del coronavirus. Descubrimos ahora informes, conferencias TED, ejercicios de simulación en el traspaso de la presidencia estadounidense, que prácticamente describían el escenario que vivimos ahora: patógenos letales para millones de personas, capaces de arruinar las economías más potentes, nuestras vidas sociales y sistemas de libertades. Existían avisos que dibujaban escenarios que exigían tomar medidas para prepararse ante la eventualidad, o, al menos, que apuntaban las medidas más urgentes que había que llevar a cabo, en caso de darse.
Claro que existen diferencias entre crisis climática y crisis vírica; pero también abundan las similitudes: la enormidad y novedad del problema, la gran cantidad de incertidumbres, la globalidad del fenómeno; pero, también, el hecho de que existen múltiples avisos de expertos y que tales avisos informan de un mal futuro, si no se toman medidas. Para el cambio climático, Giddens lo explica en clave de paradoja y nos dice que, ahora que podemos actuar para parar el cambio climático, no lo hacemos porque prácticamente no lo vemos; pero, cuando lo veamos realmente, ya será tarde para actuar, pues muchos de sus efectos serán irreversibles. Tras esta paradoja se unen varios aspectos, no siendo menor el hecho de que, de actuar, habría que hacerlo cambiando muchos de nuestros hábitos y con un gran esfuerzo económico –hasta de modelo productivo- para evitar algo que ahora no se vé, como dice Giddens, o se vé poco, a partir de lo que ven otros, los expertos, de una forma más o menos nebulosa, pues toda ciencia aparece hoy condenada a realizar sus diagnósticos y dictámenes en contextos de mucha incertidumbre.
Quedémonos, también, con una característica común a los mensajes sobre ambos procesos, cambio climático y coronavirus: son avisos de algo malo que puede pasar, si no se cambia de forma de actuar. Hagamos ahora una proyección hacia el nivel microsocial. Somos menos receptivos a las malas noticias sobre el futuro, que a las buenas, especialmente si evitar ese escenario futuro exige radicales cambios de hábitos y rutinas. Un diagnóstico médico negativo lleva a mucha gente a buscar un diagnóstico alternativo. Dudamos más de lo malo avisado, que del bien avisado.
¿Es extensible el ejemplo microsocial a los avisos que hacen los expertos a las distintas autoridades? Son avisos que exigen esfuerzos de cambio de radicales de nuestras sociedades y, con respecto al cambio climático, transformaciones productivas radicales. Todo cambio, a su vez y más si son de tal volumen, produce incertidumbre. Como el que recibe el aviso médico negativo, los responsables de liderar tales cambios las tienden a recibir mal, hasta hacer oídos sordos. Uno se los imagina fácilmente metiendo esos informes-avisos en el cajón de las cosas que pueden esperar, mientras minimizan los riesgos y acusan al mensajero de catastrofista, como hicieron con los informes que avisaban del coronavirus, como hacen con el cambio climático. Se produce una especie de tancredismo institucional sumamente irresponsable, a la espera de que el ciclo corto de la política en sistemas democráticos libere de pedir y liderar ese esfuerzo previo a los ciudadanos. Un tancredismo frecuentemente revestido de precaución: no se llevan a cabo acciones, hasta que todo esté totalmente respaldado por la ciencia y, aún más, por la evidencia. Es decir, cuando ya no se puede actuar.
Casi ningún político, que ha de pasar por esa competencia electoral a corto plazo, quiere ser el líder de medidas exigentes que han de tomarse ahora, para evitar un mal que, paradójicamente no se verá si las medidas tienen éxito. Salvo que, con pretensiones de pasar al lado bueno de la historia, pueda compararse con los efectos de ese mal en otros países. De hecho, con el coronavirus, hemos podido ver gobiernos que hicieron caso a los avisos, como los asiáticos, tras sus experiencias con epidemias relativamente recientes. Mientras otros, optaron por ese tancredismo, en una especie de: “esto no nos tocará a nosotros”. Prácticamente ningún ciudadano occidental podía pensar que esto pudiera pasar: ¿estaban los gobiernos obligados a ser responsables y actuar para que no pasara lo que casi nadie creía que podía pasar?
Además, los políticos, pueden escudarse en que los expertos, como parte del sistema de la ciencia, no reducen toda la incertidumbre. La lógica del sistema de la ciencia es contraria a acabar con la incertidumbre y dar verdades absolutas, pero pueden –y deben- recomendar la mejor acción. Es lo que hacen los avisos a los que nos veníamos refiriendo. Pero cuando una instancia no quiere recibir una comunicación, una de sus reacciones es discutir aspectos secundarios de la misma, intentando traducir la incertidumbre en probabilidades, una forma de pensamiento muy arraigada en nuestra cultura, y cuestionar a los mensajeros: ¿están ustedes seguros al cien por cien? Ningún experto de verdad puede dar garantías al cien por cien de que algo pasará, sea algo bueno o malo. Otra forma de sordera muy cercana a ésta, consiste en cuestionar al aviso sobre cuándo se cree que puede pasar aquello sobre lo que se avisa. Si la respuesta no es un rotundo mañana o, aún mejor, un hoy, de lo que sí existen bastantes probabilidades es de que el aviso sea denegado.
Los expertos intentan reducir la incertidumbre, para hacerla gestionable desde las decisiones. Una de las maneras de reducirla es, por ejemplo, transformarla en cálculo de probabilidades y, por lo tanto, en riesgo, en un rango de probabilidades de que algo pase, a partir de una situación dada. En la medida que cambie la situación, cambia el rango de probabilidades. En fenómenos dinámicos, los cambios son constantes y habitualmente acelerados. Otra de las formas, aportando sentido, lo que tiende hacerse situando la incertidumbre como una especie de “agujero local” en procesos de un nivel mayor. Teniendo sólo en cuenta estos dos tipos de reducción, podría hablarse de reducción por probabilidades y reducción por diagnóstico de estructura y procesos como objetivo del trabajo de los expertos. Pero, claro está, no consiguen reducir toda la incertidumbre y esto va en contra de que su comunicación sea bien recibida por los responsables de tomar decisiones. En el mejor de los casos, siempre existirá incertidumbre, pues hay una incertidumbre radical inabordable incluso desde el potente cálculo estadístico o el uso de algoritmos.
La sucesión de amenazas gigantes se acelera y, con ello, las incertidumbres (sociedad del riesgo), lo que, a su vez, recorta los ciclos políticos democráticos –extendiéndose los procesos de adelantamiento electoral- lo que incide en la prelación de lo urgente, sobre lo importante; de la reacción, sobre la previsión… Un círculo que: a) parece romper el relativo equilibrio entre producción y gestión de incertidumbre de los orígenes de la Modernidad, de manera que la gestión se muestra incapaz de abarcar tanta producción de incertidumbre; b) pone el foco en los sistemas democráticos, abriendo ventanas a la racionalización de sistemas autoritarios. Pero esto son solo avisos de pretendidos expertos de las ciencias sociales… Se dirá que son catastrofistas y que, en todo caso, se puede esperar. Por cierto, la función de los expertos solo es inteligible en un marco de apertura, diálogo, transparencia y, sobre todo, discusión sobre lo que se propone, siguiendo los procedimientos y usos de las distintas disciplinas. Una función complicada en sistemas autoritarios, donde ya no solo se deniega el aviso, sino al experto comunicador de avisos. Esperemos que la propia experiencia con el coronavirus sirva de aviso.