Hace pocos años, me sorprendió que, en las denominadas Encuestas de Empleo del Tiempo que se llevan a cabo periódicamente en buena parte de las sociedades avanzadas, no se recogiese el no hacer nada, el estar sin actividad alguna. Analicé los perfiles sociodemográficos que más tiempo pasaban en casa, dando por hecho que tal situación era poco confesable en el contexto laboral, y, en especial, las respuestas de quienes habían dado cuenta del fin de semana, por si se podía atisbar algún rastro de ese supuesto dolce far niente. El esfuerzo de búsqueda fue prácticamente en vano. En aquel tiempo, pensé que el instrumento de observación no era el más adecuado para captar esos momentos. Tras estos días de enclaustramiento doméstico, puede que revise mis conclusiones.
Seguramente está arraígada en nuestro ADN cultural la condena de todo lo parecido a la pereza, incluyendo la más mínima tentación a la misma. Ni siquiera está permitida su declaración. Ahí resuenan frases con tono biblíco: el ocio es la madre de todos los vicios. Pues bien, si alguien experimentó que tal tentación le invadía, extendiendo en su imaginario aviesas intenciones, cuando el pasado trece de marzo escuchaba que íbamos a estar encerrados durante, al menos, quince días, rápidamente fue fumigada, que para esto de fumigar parece que nos sobra la tecnología y los materiales.
A partir de entonces, nuestra vida cambió; con la gran incertidumbre de que no sabremos cómo cambiará. Pero de lo que estamos quedando seguros es de que lo más confinado dentro del confinamiento está siendo, precisamente, la pereza. De seguir así, poco me extrañaría que, al salir, hiciésemos como el yerno de Marx de origen cubano, Paul Lafargue, y gritemos por nuestro derecho a la pereza. ¡Y es que nos falta día para hacer todo lo que nos dicen que tenemos que hacer en el encierro! Tal vez quedemos a salvo del contagio de este virus moral; pero se nos contagia el de una frenética actividad diaria entre las cuatro paredes. Y no me refiero a la multiplicación del trabajo doméstico, por el simple hecho de que se usa más la casa, con todas sus consecuencias y todos los miembros del hogar. Tampoco me refiero al cumplimiento de tu cometido como teletrabajador, que fácil no es.
Para empezar, si eres padre de menores ahora extraescolarizados, la acumulación de tarea escolar es tal y tan necesitada de un concentrado esfuerzo y unas horas complementarias de actualización en los contenidos, que no sabemos si dar una medalla a nuestros hijos, por ser capaces de afrontarla durante todo lo que llevan de curso, o pensar que en realidad se trata de una venganza de los profes hacia los padres. Han visto la oportunidad ¡y toma tarea difícil, para no aburrirte!
Por su lado, todos los medios de comunicación hacen unas propuestas culturales que parecen mandatos, que como no leas los libros que recomiendan, veas a través de canales digitales las exposiciones que te proponen o escuches los conciertos o nuevos temas musicales que te aconsejan, también todo digitalmente, saldrás del encierro con orejas de burro analógico, desconectado de tu mundo, en plan Robinson Crusoe recién rescatado. Además, como se supone que tienes tiempo, el omnivorismo cultural ha de convertirse en una especie de voracidad cultural: consumir toda la cultura y sin dejarse nada.
Por si lo del atracón de cultura pudiese ser considerado una práctica un tanto pasiva, pues al fin y al cabo es eso, consumir, no dejan de llegar correos electrónicos u otros mensajes digitales proponiendo que te solidarices con participación en cadenas poéticas, de cuentos, de textos, de chistes. Estas cadenas de supuesta liberación de la angustia terminan encadenándonos a una actividad de búsqueda y, sobre todo, corta y pega.
Sin salir de casa, llevas tal paliza en el cuerpo y la mente que descubres que lo que hacías cuando, antes, te movías por la ciudad, en el transporte público o el coche, era realmente descansar. Ya no digo el placer de pasear. Te llevaban, mientras que veías sin compromiso alguno los paisajes urbanos y humanos. Tal vez por eso no nos quejamos de los atascos de tráfico. Al menos, no tanto como nos deberíamos quejar. Es un tiempo en que nuestro cerebro está prácticamente en standby, en espera. Ahora, no existe tal oportunidad, como si todo fuera urgente, como si nada pudiera esperar.
En medio de ello, los ejercicios gimnásticos para que el cuerpo no quede retorcido. Estiramientos como si fueses a crecer, que son realmente estiramientos del día. Un parón para seguir activo.
Has llegado a las ocho de la tarde, la hora de los aplausos, con un mínimo de dignidad y fuerzas que ofrecer a todos los que están contribuyendo activamente en esta crisis y a tus vecinos. Después, queda el tiempo reconfortante de conectarte con los demás y saber cómo siguen estando. Pasas revista emocional de manera relajada, pues sabes que las malas noticias ya hubieran llegado mucho antes… Y mañana otro partido que hay que ganar al encierro. Sin bajar la guardia y preparado para las luchas escolares, laborales, culturales, con tu propio cuerpo, etc. ¡Sin tiempo para nada!