Haciendo yoga con ventanales de observatorio cósmico internacional que dan a una oxigenante sierra. Comilona a base de marisco en el jardín del superchalet. Piscinas sin fin, que parece que van a desembocar al mar. Salones con piano mudo en el centro para equilibrar un espacio con ambición de desierto. Este encierro ha puesto en marcha el ventilador de imágenes de ostentación que nos llega a través de las distintas redes sociales. Seguramente buscan un espectro de emociones que va desde la admiración a la envidia, pasando por la reacción ante lo que representan como un ejercicio de estupidez del mismo tamaño que sus mesas abrumadoras o sus casas. ¿Para qué enseñan a próximos y extraños su excentricidad social y económica?
El norteamericano Thorstein Veblen lanzó su teoría del consumo conspicuo en el año 1900. Él,. que provenía de una relativamente modesta familia campesina de origen noruego, intentó interpretar en clave antropológica lo que veía en la gran ciudad y, sobre todo, los círculos que le rechazaban. Desde tal distancia, estableció una de las bases teóricos más relevantes para explicar el consumo.
La práctica del consumo puede racionalizarse y ser argumentada desde la necesidad. Por supuesto, en muchas partes de este Mundo, ciertos consumos siguen fijados en la supervivencia del día a día. Pero no es lo que ocurre en la mayor parte de la estructura social de las sociedades denominadas desarrolladas. Han de encontrarse sus motivaciones en otro lado. Para ello está la legión de investigadores y marquetólogos que trabajan para las empresas que producen bienes de consumo.
Las motivaciones que están tras la práctica del consumo de lujo son otras muy distintas a la necesidad. Como señala el propio Veblen, apoyándose en la clase guerrera de las sociedades tradicionales, está en simbolizar el éxito. Se trata de mostrar el éxito al resto de la sociedad, de aquí lo principal sea la imagen, el enseñar a los demás el éxito. Pero, a su vez, esto cae en el retrato del nuevo rico si se enseña demasiado y no se complementa con el saber hacer, formado por años de tradición en la riqueza y la compostura, de quienes son ricos de varias generaciones. Estos enseñan su saber de ricos a su círculo de ricos. Un círculo cerrado, especialmente a los nuevos ricos que hacen ostentación, que “no tienen clase”. Tal vez, desconsolados porque los ricos de siempre no les dejan entrar en casa y no quieren ir a la suya, giran su mirada hacia el otro lado y muestran sus mansiones y posesiones a los otros, a la masa anónima que está al otro lado de Instagram o Facebook.
Pocos años más tarde, el francés Goblot puso las cosas más en claro en su La barrera y el nivel. La relación con el consumo sirve para poner barreras. Lo que se enseña en esas fotografías es más la barrera, que el nivel. La barrera de lo inalcanzable. Otro francés, Bourdieu, remató la faena con dos principios básicos de la práctica del consumo, de todo consumo, pero, especialmente del consumo de lujo. En primer lugar, con el consumo se trata de marcar la distinción, de señalar que no se es como los otros, que están más abajo, y que se es como los otros, a lo que se aspira ser. En segundo lugar, si las clases populares acceden a consumir los productos que consumen las clases sociales altas, estos productos dejan de marcar la distinción y, entre otras cosas, dejan de ser consumidos por las clases altas. Claro está, cuando hablamos de inalcanzables mansiones de lujo, la distinción está asegurada. ¡Eso no lo puede tener cualquiera!
Podemos encontrar otra explicación del consumo conspicuo en el alemán Sombart. En respuesta a su compatiotra Max Weber, argumenta que el consumo del lujo es el motor del capitalismo, el que conduce a emprender aventuras, a conquistar territorios y rapiñar sus riquezas. Según este autor, las sociedades capitalistas nacieron para satisfacer el consumo de lujo. Una explicación que oponía a la de poner el origen del capitalismo en la ascética ética protestante. Si le damos la razón a Sombart, aunque sea en forma de migajas, algo nos beneficiamos del consumo de lujo los que vivimos en sociedades capitalistas. Ahora bien, me queda la duda del placer obtenido por la recepción de tales imágenes en nuestro ordenador o teléfono móvil. Hasta la inteligencia del aparato queda golpeada.