¿Mujeres contra hombres, blancos contra negros, ellos contra nosotros, zurdos contra diestros? Musulmanes y cristianos, y judíos, y budistas, y ateos, nacionales y extranjeros, nobles y proletarios, alegres, tristes y serios... Etiquetas que se empeñan en separarnos del resto. Pues a mí me da mucha pena que unos y otros, cegados por el miedo, caigamos en esas trampas traicioneras que nos atrapan en un bucle de entelequia: la eterna dicotomía entre derechas e izquierdas, malos y buenos, riqueza y pobreza, con actitudes igual de fascistas a ambos lados de la difusa frontera que sin pudor nos clasifica por preferencias políticas. Añadir más leña al fuego sólo aviva el resentimiento y resucita un irreconciliable aborrecimiento que evoca a tiempos pretéritos. Hace menos de un siglo, nuestros bisabuelos declararon la guerra a sus propios vecinos. Por defender una bandera, se cometieron cruentos asesinatos, crímenes sanguinarios, ideales ajenos que enfrentaron entre ellos a hermanos contra hermanos, con numerosas atrocidades por parte de los dos bandos. Si no nos distanciamos de aquella cruel reyerta, si no nos abrazamos, sonreímos y perdonamos, y repasamos la lección aprendida, el día menos pensado nos veremos obligados a repetirla.
Por mi parte, prefiero enfocarme en lo mucho que nos une detrás de la ideología, y vislumbrar en comunistas y fascistas los rostros humanos de mi propia familia. Sintientes personas que, como todas, comen, defecan, duermen y respiran. Y que solamente quieren que las dejen tranquilas. Elijo reservar el arsenal de las ideas para discutir con cordialidad, y una burbujeante copa de champán, en la cena familiar de Nochebuena. Pero no seré yo quien, armado de intransigencia, me ponga en pie de guerra: a fin de cuentas, todos salen perdiendo en el fragor de la contienda.
Hace ya unos cuantos años, en las plazas de muchos pueblos, surgió un movimiento espontáneo, heterogéneo, diverso y, sobre todo, indignado. Lástima que después se encauzara para encajar a medida en los moldes apretujados de un sistema autoritario. Yo, desde luego, no me siento representado por ideas polvorientas que a diario desentierran un pasado ya lejano. Hoy, aquellos elementos han ocupado el gobierno, calentando con sus rojas posaderas los escaños del Congreso, y no veo que muevan un dedo por modificar los fundamentos que desde hace tiempo dictaminan a su antojo las reglas del juego. Aquellos cantos revolucionarios que canalizaban el descontento, hoy se regocijan en su salario y aplauden sus privilegios. El 15 de mayo de 2011 sólo había una consigna, que juntos coreamos a voces, con la ilusión de derribar a golpes tan duradera mentira. Una demanda cristalina que no debemos olvidar. Ha transcurrido una década, y aún hoy, todavía, las plazas de España gritan: ¡DEMOCRACIA REAL YA!
En el documental Frente a la gran mentira, queda claro que la transición en España constituyó una inmensa pantomima, un tenue lavado de cara, de soslayo, por encima, para inocular en el pueblo español una cándida ilusión de gobernanza colectiva cuando, cuarenta años después de Franco, aún continúan gobernando las mismas familias. Y no es algo que vayan a reformar desde un púlpito en el estrado los partidos populistas... En este teatro de títeres, la casta de los caciques hunde con profundidad sus raíces en recónditas cloacas de vínculos invisibles donde se juran complicidad, silencian la libertad y salvaguardan la impunidad de sus crímenes.
¿Es necesario mantener el Estado?
Respecto al modelo de Estado, yo insisto: ¿resulta acaso estrictamente necesario? Hay quienes lo justifican nombrando la educación y la sanidad públicas, los sistemas judiciales o los cuerpos de policía. Por mi parte, me resisto a comulgar con cualquier enseñanza pública que no oriente a los infantes en la utilización de las herramientas más importantes, certeras y precisas para manejarse con soltura en la vida: la empatía, la duda, la curiosidad, el cultivo de la tierra, la construcción de una vivienda, el cuidado consciente de su salud y su alimentación, la obtención de agua limpia, calor y energía, la gestión de sus emociones, la preservación del medio ambiente, el respeto que merece cualquier otra forma de vida... Me importa un bledo la acumulación de conocimientos, la sumisión y el adoctrinamiento, que se sepan de memoria quién era Carlos III, las integrales, las derivadas, los dogmas religiosos, los análisis morfosintácticos o la vida y milagros de don Miguel de Cervantes. Fechas, conceptos y datos memorizados a regañadientes, que olvidarán al instante en cuanto por fin se acabe el estresante suplicio de los exámenes. Si eso, para el lector, supone un avance, a mí me parece perfecto, y no seré yo quien impida que matricule libremente a sus hijos en ese tipo de colegios. Sin embargo, a mí no me queda otra opción. No es que a mis hijos les regalen el acceso a educación: se la imponen, de modo categórico, obligatorio, centralizado, basado en agendas políticas que troquelan la opinión pública, sin permitirnos siquiera la posibilidad de experimentar otros métodos o seleccionar los contenidos que integran el temario.
Me parece genial que se organicen en Estados quienes crean en su eficiencia y consientan en financiarlos. Lo que no entiendo es por qué, a aquellos que disienten, se obstinan en obligarnos. Deberían competir entre ellos por ofrecer más y mejores servicios, garantizar la transparencia, calidad y honestidad de su ejercicio, y que puedan rendir cuentas sobre su forma de actuar, maximizando mientras tanto la calidad de vida que disfrutan sus ciudadanos, quienes se afiliarían a uno u otro de modo voluntario.
Fabricación en serie de corderos subyugados, temerosos, adormecidos, gregarios, absolutamente dependientes de las precarias limosnas que, a modo de cuentagotas, y a cambio de vigilarlos, les suministra con asiduidad el parasitario mecenazgo de su papá el Estado. Sinceramente, no concuerda con mi ideal libertario, y me niego a pensar que éste constituya el mejor modelo al que aspiramos para gestionar de manera colectiva los bienes comunitarios. Ningún servicio beatífico será capaz de proporcionar fructíferos beneficios mientras su uso sea forzado. Y me sucede lo mismo con la sanidad pública, completamente subordinada a la industria, y al lucrativo negocio de las vacunas, atiborrando a los ciudadanos a dudosos medicamentos que debilitan su sistema inmunitario, cronificando la enfermedad, y ocultando, despreciando y prohibiendo las verdaderas medicinas, ésas que cauterizan heridas, las que curan de verdad. ¿Y la justicia, dónde está? Mientras no exista separación de poderes, tampoco podremos fiarnos de las sentencias que decreten magistrados y jueces, quienes interpretan las leyes desde el sesgo partidista que los vincula a sus jefes y modifica con creces su imparcial punto de vista... ¿Y los policías? Si se supone que representan a una entidad pública, ¿por qué nos vigilan, nos sancionan, nos golpean, nos encierran, nos obligan, mientras en general defienden los privilegios e intereses de una endeble oligarquía? Con el dinero del contribuyente, reprimen a la ciudadanía. A continuación, comparto otro vídeo, con el único afán de detenernos a reflexionar, y estudiar otros modelos que puedan mostrarse eficientes para lograr que se incremente nuestro nivel de bienestar.
Imagina, por un instante, que no tienes la razón. ¿Ah, no? ¿No la tengo? Por un momento pensé que había despertado del sueño, que atravesaba por fin la salida del infierno y la razón me acompañaba para mostrarme el sendero... ¿No es aquí donde se hallaba la autopista hacia el cielo? Aunque sea por un instante, sin mi razón, soy eterno. No obstante, desde luego, muchas veces se me olvida y me involucro de nuevo, aferrándome a la vida, sumergiéndome en el juego, anclado al razonamiento para apuntalar mi ego y creerme las mentiras que me muestran los espejos. Aunque sea por un momento, yo no tengo la razón, ya lo sé, no la tengo, pero defenderé con convicción la ilusoria posición que me atrapa en el tablero. Sólo desde la separación podremos unirnos de nuevo. ¡Un abrazo, compañeros!