Para protegernos de un virus letal se nos ha pedido que permanezcamos en casa, intentando así evitar la exposición a los contagios. Ahora bien, tan desacostumbrada experiencia puede desembocar en la exposición a otra patología. Una especie de hermana menor de la agarofobia, derivada no tanto del miedo a lo que hay fuera, como del repentino apego a lo que está dentro. Y es que, mientras quizá la cohabitación tan continuada con otros alcanza intensidades insorportables en muchas circunstancias, nos congraciamos con nuestros objetos, revalorizándolos. Incluso podamos compensar el infierno de los otros –el infierno son los otros, decia Sartre- con el placer de lo otro.
Estar en casa no es solo estar con otros, situación de privilegio de quienes pueden compartir vivienda. Lo que es común a todos, vivan solos o acompañados, es vernos rodeados de objetos. Aun cuando sean nuestros objetos, en estos días llegamos a ellos como el que pisa la playa de un nuevo continente.
Caben múltiples clasificaciones de nuestros objetos. Por eso estamos continuamente cambiándolos de sitio. Tales cambios no derivan de un capricho, sino de un esfuerzo ontológico por situar a cada objeto en el lugar que le toca en la clasificación, en el mundo, que es nuestro mundo. Si a Dios le tocó clasificar las especies; a nosotros nos toca clasificar nuestros objetos. Y aunque el Hacedor contó posteriormente con la ayuda de la zoología, enfrentados a nuestra tarea, reconoceremos que no es fácil. Sobre todo porque, cuando son varios los ocupantes de la vivienda, la disputa doctrinal puede ser intensa.
La variedad de objetos que nos ha provisto la sociedad de consumo se muestra, ahora, generosa. Los que estuvieron ahí desde hace mucho, como las fotos de familia, las alfombras, las sillas, la mesa de comer, el frigorífico… Hemos de confesar que estuvimos a punto de traicionar alguno de ellos y sustituirlos o tirarlos… De hecho, los más antiguos, vivieron ya alguna intramudanza, que es la forma de llamar a los cambios radicales de casa, cuando no puedes cambiarte de casa. ¡Cómo nos avergonzamos de tan criminal imagen ahora que tanto nos ayudan! En voz muy baja, les pedimos perdón por lo pensado tiempo atrás. Ellos nos escuchan escépticos, con la certeza latente de que volveremos a traicionarlos, cuando todo haya pasado. Es más, protagonizarán el sacrificio de la renovación y la reconstrucción tras el desastre. Para dar significado de que algo nuevo empieza, los miraremos como un ancla que nos ata a lo viejo y lo pasado.
Hay otros objetos que han mantenido con nosotros el servicio de su familia grabada en una etiqueta. Objetos de marca que vamos renovando según los consumimos. Ahí están para fijarnos a nosotros mismos: las botellas de licores, fieles a nuestra marca; la cantidad de libros o discos/CDs que se han hecho colección bajo el único criterio de que los hemos elegido; las plantas supervivientes a muchas primaveras. Objetos que nos dicen que algo sí que hemos sido fieles a nosotros mismos. Los miramos como si fuesen el espejo de nuestra vida.
Luego están los objetos funcionales, cuyo valor simbólico simula ser directamente proporcional a su valor de uso. Por ejemplo, estamos redescubriendo objetos de cocina adquiridos por el empuje de una moda, de un consejo amigo, de un no sé qué hace aquí esto. Los llamamos de cocina porque es ahí donde están guardados; pero, por el tiempo que llevan sin usarse, podrían llamarse objetos de museo o útiles de museo, si no fuese por su falta de exposición. Ni al virus, ni a nada. En estos días que profundizamos en los rincones, parecen resucitar: la yogurtera, cortadores de no-se-sabe-qué, flaneras, ralladores, trituradores, tostadores y, podría seguirse por a sección de semivajillas y semicuberterías, con algunas piezas con soledad tan radical que ni tienen pareja. Seguir por aquí alargaría en exceso el inventario. Y es que la cocina necesita un artículo para ella sola.
Mención aparte merecen los nuevos objetos o, mejor dicho, los que siempre van de nuevos. Son un tanto impertinentes, como la tablet, el ebook o el teléfono móvil, más impertinente aún ahora que no nos movemos. Resulta paradójico que algo inventado para la movilidad extradoméstica esté funcionando todas las horas que estamos en el lugar más sedentario del mundo, que es el sofá. ¿Otra contradicción que añadir a nuestra sociedad? No. Es el resultado de la estructura libidinal sádica del móvil. ¡Ni en estos días de pena y solidaridad tiene compasión del teléfono fijo!
Esparcidas a lo largo de nuestro nuevo continente, están las cosas que llenan el espacio sin dejar huellas, como si su función fuese cerrar los huecos que deja el aire. Se nos ofrecen objetos de los que apenas tenemos recuerdo de que nos hayamos cruzado con ellos. Son los menos clasificables en esta desclasificación. Los que no encuentran caja en la que meterse cuando hay mudanzas.
Todos ellos, entes inanimados que nos dan la vida, porque siempre están ahí; aunque ni siquiera recordemos haberlos llamado. Nuestro sistema de los objetos, en términos de Baudrillard, actúa como un coro dándonos minuto a minuto instrucciones de cómo usar la vida, como recuerda Georges Perec, cuya novela mostraba el vivir de las cosas en las cien estancias de un edificio. ¡Cuánto nos evocan los títulos de Perec: Les choses, Les mots croissés, Les choses communes, La vie mode d’emploi! A nosotros, que ni siquiera nos dignamos a leer la carta de instrucciones con la que se nos presentaron, estos objetos nos dan instrucciones vitales para aguantarnos en la estancia en que nos ha tocado este encierro. El vínculo forjado con estos objetos es lo que nos impedirá salir de casa, si es que alguna vez nos abren las puertas. Entonces, las fuerzas de seguridad, tan vigilantes ahora de que no salgamos, no podrán sacarnos. Después de lo que nos ha costado generar este nicho de confort, espacio regresivo total… Ni la UME, ni otros cuerpos especiales del ejército. Para entonces, otro virus se ha instalado entre nosotros: el de estar en casa.