Durante la tarde del pasado sábado en la plaza de Callao, alguien encarnó la situación del país en todo su esplendor.
Mientras unos adolescentes practicaban pasos de baile, un grupo de disidentes políticos protestaba contra el progresivo totalitarismo para el que sirve de excusa el nuevo virus de moda.
Al pasar cerca de aquella concentración pacífica, un niño preguntaba con curiosidad a su madre sobre qué reclamaban aquellas personas. “Libertad o algo de eso”, respondió ella con desdén, para cambiar de tema rápidamente.
En ese escenario irrumpió un hombre cargando una pila de maletas, de la que colgaba un bote de yogur griego a la manera de las vieiras que portan los caminantes como prueba de haber concluido su peregrinaje a Santiago de Compostela.
Dando guturales voces en lapsos de varios minutos (unas veces al vacío mientras avanzaba, y otras a un cubo de basura frente al que se detuvo), alteraba el ánimo tanto de los manifestantes, como de los bailarines, como de los viandantes que pasaban ingenuamente por ahí.
Quizá hasta en ese bote de yogur griego reverberaban los bramidos de dolor de un Prometeo contemporáneo.
En un momento dado, se sentó sobre uno de los bancos individuales de la plaza, en una postura reflexiva que sólo interrumpían sus intermitentes ráfagas de desgarrados griteríos.
Permaneció en ese estado durante aproximadamente 40 minutos, tras lo cual se levantó para marcharse como había venido: voceando intermitentemente al vacío durante su trayecto a ninguna parte.
Probablemente no se trate del típico caso que todos han oído de algún empresario que a raíz de la crisis perdió todo, incluso a su mujer e hijos, y terminó en la calle. Lo más seguro es que lleve mucho tiempo así, que sea un enfermo mental de los que la sociedad rechaza. En cualquier caso, el número de personas sin hogar, incluso con enfermedades de toda índole, no deja de aumentar.
En Madrid ya resulta infrecuente dar con una calle donde no duerma un mendigo. Sin embargo, las medidas gubernamentales siguen encaminadas al desguace sistemático de la economía nacional. Casi parecería que su objetivo fuera evitar la inmunidad de rebaño y mantener a la población en un constante estado de pánico sumiso.
La trágica ironía reside en que, a medida que se amordaza la vida exterior, censurando la actividad propia de una sociedad sana y libre, aumentan los habitantes de estas deshabitadas calles.
En un fallido intento de entrevista, el hombre fue preguntado acerca de su vida. Todo quedó resumido en un prolongado alarido de horror a modo de respuesta. A veces un grito dice más que mil palabras.